Fábula sentimental de un viaje

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Ferran Català desgrana, en esta emotiva narración, la experiencia que vivió en noviembre de 1988, hace ya casi 34 años, cuando junto al Orfeó Valencià participó en el I Concurso Internacional de Coros Ciudad de Budapest, en el que además de lograrse el primer premio se vivieron experiencias muy impactantes.

Por Ferran Català

Nevaba ligeramente y yo no sabía. No sabía que Márai aún vivía, muy lejos, en su retiro californiano, un retiro consecuencia de un exilio forzado por la ocupación, nazi primero y rusa después, de aquel Budapest que él tanto amó. No. Ni tampoco, que cuatro meses después se volaría los sesos en su pequeño apartamento, sólo, casi ciego, desvalido y ya sin ganas de vivir. De hecho, cuando sobrevolábamos aquella ciudad tan extensa en pos del aeropuerto, para aterrizar, no sabía apenas nada de ella ni de sus gentes. Conocía levemente su papel de antaño como capital, junto a Viena, de aquel imperio de dos cabezas y muchos miembros que había favorecido el equilibrio centroeuropeo y balcánico hasta el desastre de la Gran Guerra, equilibrio que parece aportó en razón del poso de su historia, pues fue ciudad celta, romana, ocupada después por diferentes tribus, cristiana y renacentista, otomana, adscrita a la Casa de los Habsburgo y austrohúngara, al fin, hasta la disolución del imperio en 1919. Por tanto, por historia era una ciudad de sustrato multicultural, cristiana, árabe y judía y, en razón de su localización, lugar de encuentro y frontera entre Oriente y Occidente desde los romanos. Además, la atravesaba el Danubio, que la dualizaba y vertebraba al tiempo, un Danubio que llegaba de Viena y se daba a la fuga hacia el Mar Negro.  Pero poco más. Lo húngaro se limitaba en mi entonces cabeza científica de treinta años al conocimiento como escuchador de algunas pocas obras de músicos de renombre como Liszt, Bartók o Kodály y, si acaso, al divertido recuerdo de aquellos barones caídos en desgracia -en bancarrota para ser exactos- que a principios de los años treinta deambulaban en busca de fortuna por los grandes hoteles, casinos y balnearios centroeuropeos, nostálgicos de aquel “mundo de ayer” que diría Zweig, y que tan bien supo retratar Lubitsch en sus comedias llenas de humor y sarcasmo -un barón húngaro era un barón con mucho pedigrí en el mundo aristocrático europeo, con un sentido del honor exacerbado y una pulcritud de principios fuera de toda duda. Gracias a mi padre, había oído hablar también de un tal Puskas. Eso era todo. Así que con este pobre bagaje y sin haber probado nunca el goulash aterricé en el Budapest de 1988, formando parte del entonces llamado Orfeón Navarro Reverter de Valencia, al que me había incorporado pocos meses antes, para participar en un concurso internacional de música coral.

Ferran Català, junto a Josep Lluís Valldecabres y Xema Zapater

La primera impresión nada más pisar suelo húngaro fue espantosa. Era muy de noche. El viejo aeropuerto, apenas sin luces, se me apareció como un feo edificio gris, medio destartalado, y custodiado por unos cuantos soldados de abrigo hasta los tobillos y metralleta colgando que lucían unas nada despreciables gorras de plato con la famosa estrella roja de cinco puntas en su centro. Yo, que no hacía mucho había dejado el ejército, me tomé a broma, por un momento, aquella visión, que me parecía propia de una novela de espías de la Guerra Fría, estilo Le Carré. Pero al observar el gesto que hizo uno de ellos, metralleta en mano, con evidente acritud, para recordarle a uno de mis compañeros de viaje que no eludiese el riguroso orden de fila que nos habían impuesto para escrutar nuestros pasaportes, la visión se desvaneció y aquella triste y rígida realidad se apoderó de mí. Y creo que no me abandonó ya en toda mi estancia. Estoy seguro que a Márai no le hubiese gustado que su ciudad se presentara a ojos extranjeros de esta manera. Y menos aún ante gente joven, ávida de conocimiento e interés por ella. Pero él ya no estaba ni se le esperaba. Cuando días después visité junto a un grupo de amigos su querido Buda estoy seguro que pasé por delante de la que fue su casa, aquella casa de escritor burgués donde vivió tantos años y tuvo que soportar la miseria moral a que fue sometido, hasta su huida, durante la ocupación y donde, a pesar de la escasez de alimentos, solía invitar a sus amigos a veladas que procuraba les fueran agradables y estuviesen siempre dominadas por una conversación inteligente. Y no sólo eso, le gustaba que se dispusiera la mesa con mimo, y con cubiertos de plata, no tanto con el propósito de hacer patente el lógico agasajo a los comensales, que también, sino con el fin de afirmar con naturalidad su adscripción a un espíritu de clase al que no quería ni pensaba que debía renunciar por adversas que fuesen las circunstancias. Tras la visita, comimos en un restaurante cercano a la iglesia de Matías, situada junto al famoso Bastión de los Pescadores; serían las tres de la tarde, una hora intempestiva para la habitual costumbre ciudadana. No obstante, nos atendieron muy amablemente, mi goulash fue extraordinario y recuerdo que salimos muy animados hacia las cuatro y media, aunque como empezaba a decaer la luz decidimos volver al hotel. Antes, sin embargo, permanecimos en silencio durante unos minutos observando el Danubio, muy gris, desde el Bastión. También aquella otra parte de la ciudad que se extendía más allá de la otra orilla y adonde íbamos a dirigirnos, Pest. El hotel era un edificio enorme, una especie de mole de hormigón con ventanas, de veinte o treinta plantas, con una decoración que insinuaba los setenta, mucha moqueta y una calefacción excesiva que contrastaba con los habituales cinco o diez grados bajo cero que imperaban en las calles, acostumbradas a sus más de veinte centímetros de hielo. Pero nos acogió muy bien y tuvimos una estancia agradable.

El Orfeón Navarro Reverter, justo antes de su intervención

Nevaba ligeramente y yo no sabía. No sabía que iba a encontrarme los estantes de los supermercados casi vacíos, que el metro funcionaría, a pesar de que todo el mundo se saltaba el torno de acceso y subía sin pagar, que el dinero se cambiaría tan fácilmente en la calle, dólares por forints, ni que vería una tienda de una multinacional muy conocida donde la gente, ávida de consumo occidental, era capaz de guardar una paciente cola, que daba la vuelta a la manzana del edificio que la albergaba, esperando poder comprar a precio de oro un par de zapatillas deportivas. Se palpaba en el ambiente el deseo de cambio en la población, el deseo de dejar atrás el orden soviético que Gorbachov había empezado ya a demoler ante la imposibilidad de detener el brillo de las luces del capital occidental. El muro de Berlín cayó justo un año después y ya nada volvería a ser igual. O eso creímos en su momento. Porque hoy, treinta años después del fratricida enfrentamiento bélico de Bosnia, la guerra en Ucrania nos devuelve al horror de un conflicto que hunde su razón de ser en la nostalgia imperial de un loco y su círculo. Vuelven los fantasmas de la negación, el odio y la sinrazón. Vuelven los sueños que producen monstruos. Un día visitamos la Academia Liszt para llevar a cabo un ensayo del coro y los organizadores del concurso pusieron a nuestra disposición una sala con muy buena acústica, piano de cola, clavecín y algunos instrumentos de viento. Tal agasajo nos deslumbró, acostumbrados como estábamos a vivir nuestra música con una pobreza de medios, ha de decirse, relevante. Pero nada de esto fue comparable a la recepción y posterior actuación que ofrecimos el día del concurso en la Sala Vigadó, un edificio estilo Art Nouveau, dedicado a la música, con techo y paredes de madera y una acústica para cantar nunca antes percibida por mí. Simplemente me pareció una sala de conciertos extraordinaria y aún la llevo en la memoria de mi corazón. Recuerdo que interpretamos obras de Bardos, Schütz, y algunas otras españolas en castellano y catalán. No debimos hacerlo tan mal pues ganamos el concurso.

Música aparte, de aquel viaje guardo un recuerdo muy especial de las avenidas de Pest. Aquellas avenidas magníficas, de dimensiones espectaculares, nacidas al abrigo del imperio austrohúngaro me parecieron un sueño. Una tarde, sentado en un banco de un parque que atesoraba un lago helado sobre cuya superficie había gente joven patinando y desde donde se podía divisar una de ellas, me dio por imaginar un ir y venir de trineos tirados por negros caballos que seguro llevarían algún conde o princesa a pasar la velada a alguno de los palacios de la ciudad. Sin embargo, en mi sueño había algo que no funcionaba. El color. Todos los edificios que bordeaban aquella avenida eran de un color triste y apagado, una escenografía sin ningún brillo. Concluí que tenían la suciedad propia de un régimen inmóvil que no casaba con sueños imperiales y románticos a lo Tolstoi y hablados en francés. Pensé que Pest se me presentaba como la hermana pobre, fea y sucia de una Viena que sí podía exponer su brillo a los turistas, a pesar, o mejor, gracias a su pasado -y presente- nazi, como se había encargado de señalar Thomas Bernhard, auténtico azote del falso paraíso austríaco, que casualmente murió solo diez días antes que Márai. Las dos ciudades habían tenido recorridos distintos tras la guerra, igual que sus dos escritores. Fue entonces cuando empecé a darle vueltas, lo recuerdo muy bien, a la idea de la potencia que tienen los relatos imperiales sobre los países -y sus gobernantes- que han sido metrópolis. Da igual que hayan pasado cientos de años, hay un sustrato abonado con imágenes gloriosas que construyen los relatos imperiales que ningún país quiere olvidar. Hay una perenne nostalgia del imperio que invade las decisiones políticas diarias, por encima de guerras y desastres de todo tipo. ¿Quién que ha sido imperio puede aceptar convertirse en un don nadie en el tablero político? Eso pensé. Y los años creo que me han dado la razón. Veo nostalgias imperiales por doquier cada día en los informativos.  

Matilde Salvador o Isabel Monar, entre otros, acompañaron al coro en este concurso

Nevaba ligeramente y yo no sabía. No sabía que los balnearios de aguas termales eran tan característicos de la ciudad. Lugares para el placer, para cerrar tratos o para el intercambio de ideas desde el tiempo de los romanos, descubrí que los otomanos habían construido varios en la ciudad y que aún perduraba alguna muestra de ellos. Pero no los visité. Supongo que mi cuerpo no se sintió atraído por la experiencia del agua termal en un noviembre a varios grados bajo cero. Márai sí los visitaba a menudo, formaban parte de su vida cotidiana. Si no recuerdo mal era asiduo de los baños de la Isla Margarita, situada un poco más allá del hoy Parlamento, en el corazón del Danubio, un lugar para el ocio y el deporte muy conocido. El mundo de los balnearios y los casinos europeos de finales del XIX y primera mitad del siglo XX, desde Deauville a Baden-Baden, o desde Mónaco a Praga y Budapest siempre fueron lugares que ejercieron una gran atracción sobre los grandes novelistas, fuese Dostoyevski, Proust, Mann, Márai o Zweig. Al ser espacios reservados al placer y la vacación, se convertían en el marco ideal donde cualquier cosa podía ocurrir y supongo que para los escritores tenían un interés particular debido a la fauna de personajes que allí podían encontrar. Lo cierto es que no dejaban de frecuentarlos y algunos hasta escribieron parte de las tramas de sus novelas alrededor de ellos. Al volver del viaje pensé que me había equivocado al no haber visitado ninguno, que había desperdiciado una manera de comprender mejor aquella ciudad y sus gentes. Hoy, por lo que veo en los folletos publicitarios, se han convertido en parques temáticos del agua. Han perdido su función social original, pues ahora atienden al turismo global. Se han disneylandizado, si se me permite el barbarismo.

Nevaba ligeramente y yo no sabía. No sabía que un par de días antes del gozoso concierto que dimos en el Ayuntamiento –Liebeslieder Walzer, op. 52 de Brahms, en versión para piano a cuatro manos del propio autor-, iba a asomarme una tarde a la puerta de la Gran Sinagoga de Budapest, la segunda mayor del mundo, después de la de Nueva York, según me dijeron. Fui con un amigo y nos encontramos con una celebración privada relativamente numerosa, así que sólo husmeamos un poco. Bastó para hacerme comprender la importancia, desconocida para mí en ese momento, de lo judío en la historia de la ciudad. Budapest fue considerada desde el siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial la ciudad europea judía por excelencia. Y su Gran Sinagoga ejerció de límite del ghetto durante la ocupación nazi, con una de sus cuatro puertas de acceso al mismo situada junto a ella. Años después, Márai me reveló sin entrar en detalles -intuyo que por respeto- cómo los nazis sacaron a miles y miles de judíos por aquella puerta, los pasearon hasta la orilla del Danubio, un poco más allá del popular Puente de las Cadenas que une Buda con Pest, y los asesinaron vilmente lanzando después sus cuerpos al Danubio, usándolo como fosa común. Durante nuestra estancia habíamos cruzado el río varias veces por el Puente de las Cadenas, pero nunca vi ni oí mención alguna a semejante tragedia. Nada la recordaba. En 2005, más de sesenta años después, en homenaje a aquellas víctimas, se fijaron al suelo, aquí y allá, a modo de monumento alegórico, sesenta pares de zapatos de hierro solitarios, sin dueño, en el lugar del crimen. No los he visto, pero sólo pensar en ellos me conmociona. Supongo que ese es su fin, ayudar a visualizar a aquellos hombres masacrados, despojados de su ser, hombres ya sin ningún atributo.

La ignorancia de estos hechos específicos hizo que mi amigo y yo, tras la visita a la Gran Sinagoga, aunque con muchas preguntas sobre lo judío por contestar, nos adentráramos un poco más en Pest esperando encontrar el renombrado Café de los Artistas para tomar algo. Apenas quince minutos después lo encontramos. Era un lugar muy belle époque y ya muy turístico en ese momento. Lo recuerdo como una especie de pequeño teatro lujoso reconvertido en Café, con su platea-restaurante con camareros de mandil y violinistas a la zíngara alrededor de las mesas y sus discretos palcos, también con mesas, que, sin duda, daban al conjunto un toque un poco kitsch. También recuerdo que en las paredes del palco que ocupamos mi amigo y yo había fotografías de actores, algunos conocidos por alguna película, otros, la mayoría, húngaros y alemanes que desconocíamos. Nos gustó, no obstante, el encanto de un reconocimiento así.  El café y las tartas resultaron exquisitos. Hoy en día creo que el lugar se llama New York Café. Huelgan comentarios ante semejante cambio de nomenclatura.  

No nevaba, pero yo tampoco sabía. No sabía que aquella noche sentiría una revelación. Fue la noche que dimos el concierto de Brahms en el Ayuntamiento de la ciudad. Cuando llegamos hacía frío y se respiraba un silencio calmo. El edificio era descomunal en sus dimensiones, o al menos a mí me lo pareció. La actuación se iba a llevar a cabo en una gran sala rectangular un tanto desangelada y, en principio, no muy adecuada para cantar, aunque nos tranquilizó saber que allí ya se habían realizado conciertos con unos resultados aceptables. Tras la prueba acústica habitual, el público fue llenando sus asientos y creció la expectación. Hubo presentación y unas palabras de agradecimiento. Se hizo un profundo silencio. De repente, cuando íbamos a iniciar el primer vals, observé que tras los enormes ventanales situados a derecha e izquierda de la sala empezaba a caer una copiosísima nevada. El público se dio cuenta, hubo un pequeño impasse, pero enseguida aceptó con agrado sentirse escoltado por aquellas cortinas de nieve que nos acompañarían durante toda la actuación. Fue un sueño sobrevenido conmovedor. De repente, aquel espacio, un tanto excesivo, se convirtió mágicamente en una exquisita caja de música. Uno tras otro, fueron sonando los dieciocho valses. Al finalizar, el público estaba entregado, había acontecido la magia escénica. Todo el mundo sintió algo especial, tanto, que incluso parecía que aquel sentimiento iba más allá de la música. Aquellas caras parecían ansiosas por conocernos, por vivirnos, por saber de ese otro mundo que les habían contado que existía tras el telón de acero y que aquella noche podían palpar de primera mano. Nos tenían tan cerca, éramos gente con otras vidas, con otros sueños, inalcanzables para ellos. Nuestro Brahms era otro Brahms. Un profesor de catalán de la Universidad de Budapest que habíamos conocido vino a saludarnos tras el concierto con lágrimas en los ojos. Yo sabía que el hombre vivía en un pequeño apartamento alquilado, cedido por la administración de turno, cuyas dimensiones respondían a una baremación prevista en función del número de personas que conformaban su núcleo familiar. En su caso, creo recordar que eran cuatro personas, así que su casa no podía sobrepasar los 50 m2. Me sentí conmocionado al verlo. Sus lágrimas expresaban lo inefable. Por eso, nunca olvidaré aquel concierto extraordinario. Las cortinas de nieve que nos acompañaron vals a vals contribuyeron a crear una sensación de ritual invernal escénico. Este azar me confirmó que todo arte fugaz como la música, el teatro o la danza vive siempre a expensas del contexto en el que se produce y todo lo que ayude a ritualizarlo es muy bienvenido. No resulta fácil expresar con palabras el sentido de lo ritual porque pertenece al mundo de lo sensible, al mundo emocional. Hay que vivirlo, nada más. Y aquella noche funcionó. Si por aquel entonces hubiera tenido conocimiento de la obra de Márai, estoy seguro que aún hubiese sido mayor mi conmoción, pues habría emergido, sin duda, toda la vivencia soterrada acumulada tras su lectura al finalizar el concierto. La estancia soviética en Hungría echó a perder demasiado talento en ese país. Muchísima gente emigró y nunca volvió porque fue una estancia demasiado larga. Márai fue uno de ellos. Alguien dijo que formó con el alemán Mann y el austríaco Zweig el triángulo de oro de la novelística centroeuropea de la primera mitad del siglo XX -Kafka comía aparte, supongo. Fue el más joven y longevo de los tres, pero nunca volvió a Budapest tras su exilio forzado de 1948, un exilio que duró más de cuarenta años, casi la mitad de su vida. Su obra había sido prohibida en Hungría -por burguesa, le dijeron- y cayó en el olvido. Sin embargo, él continuó siempre escribiendo en húngaro, una lengua muy minoritaria en el contexto mundial. No podía hacerlo de otro modo.

Al volver de aquel viaje aún continuó nevando en mi corazón durante un tiempo.

Fue entonces cuando creí empezar a saber.


3 comentarios

Mar · marzo 30, 2022 a las 11:03 pm

Relatas con tanta precisión que no parece que hayan pasado 30 años. Magnífica memoria o un buen diario.

Mayte Esteve · mayo 30, 2022 a las 6:04 pm

Precioso, Ferrán. Lástima no haberlo leído antes. Mi enhorabuena, compañero.

Rosa · agosto 24, 2022 a las 7:04 pm

Qué bien escribes, Ferran. Con tus palabras he viajado contigo a esos lugares 34 años después. Gracias.

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