«Oda a la alegría»: el largo trayecto de una idea obsesiva
La historia de la música está llena de citas (a otros compositores u obras), autocitas (de obras propias que son evocadas por cualquier motivo en otras obras), firmas musicales (basadas en la identificación de las notas con las letras) así como «idées fixes» o melodías obsesivas. El caso de la universal melodía que conocemos como «Oda a la alegría» es bastante sorprendente.
Por Fernando Morales
Ludwig van Beethoven: Sinfonía nº 9 en re mayor, op. 125 «Coral». Orfeó Valencià; Josep Lluís Valldecabres, director. Marina Cuesta, soprano; María Morella, mezzosoprano; Mario Cerdà, tenor; Vicente Antequera, barítono. Orquestra CullerArts. Cristóbal Soler, director. Viernes 6 de enero 2023. 20 horas. Auditori Municipal de Cullera.
Enlace para adquirir entradas para el concierto del 6 de enero en el Auditorio de Cullera
Vemos a Beethoven en los cuadros con el pelo alborotado y los ojos desorbitados y nos da la impresión de que la inspiración brotaba de él como el agua clara y fresca de un arroyo, pero… realmente, para el genial Ludwig el proceso creador era muy duro, fatigoso y complicado. Dar a luz a obras predestinadas no solo a trascender el tiempo, sino a influir en generaciones y generaciones de compositores futuros, fue el fruto de un trabajo paciente, minucioso y tormentoso. Y es que era el trabajo del primero que realmente ya no era un artesano sino un artista (con permiso de Wolfgang que ya empezó a abrir camino).
La melodía de la universalmente conocida «Oda a la alegría«, esa que se escucha casi cada día como himno de la Unión Europea, esa que cuando paseamos cerca de un colegio escuchamos tocada en las flautas Hohner de los alumnos de cuarto de primaria, la melodía tan básica ondulante y que va por grados conjuntos y con valores regulares de negra… le rondó la cabeza a Beethoven durante toda su vida hasta que finalmente alcanzó esa síntesis magistral que la acabaría convirtiendo en un «regalo» de valor incalculable para la humanidad.
Todo surge de un lied sobre un desengaño amoroso…
En el año 1794, el todavía «joven» (entre comillas porque 24 años en la época no eran los 24 años de ahora) estaba instalado en Viena de manera definitiva y estaba sumergiéndose en la que sería su faceta más genial, la de compositor. La de pianista también rayaba a una altura comparable, a juzgar por los grandísimos y resonantes éxitos que alcanzaba allí donde se presentaba.
En ese 1794 había publicado ya el que sería su opus 1, los tres tríos con piano, pero ya tenía un buen puñado de composiciones, entre las que se contaba un lied llamado «Seufzer eines Ungeliebten – Gegenliebe«, que lo podríamos traducir como algo así como «Suspiro de un no amado- Amor correspondido«.
Se trata de un lied que es una fusión de dos poemas de la obra Poemas Líricos de Gottfried August Bürger y que al no ser publicado no fue catalogado en vida del compositor, sino póstumamente como WoO 118 (Werke ohne Opuszahl). El primero de los poemas habla del rechazo amoroso que siente el protagonista, mientras que el segundo habla de la esperanza del amor correspondido.
En este segundo poema, Gegenliebe, aparece una melodía en la que canta a la esperanza que desata el amor, y más cuando se atisba que es correspondido. Y es ahora cuando aparece esa melodía simple, con movimiento ondulante, por grados conjuntos, que tanto conocemos.
Una inmensa improvisación…
Un 22 de diciembre de 1808 en Viena tuvo lugar un concierto cuyo programa, en nuestros días, nos deja boquiabiertos: Theater an der Wien. Programa: Sinfonía nº 5 en do menor, op. 67; Sinfonía nº 6 en fa mayor, op. 68 «Pastoral», Concierto para piano nº 4 en sol mayor, op. 58; tres partes de la Misa en do mayor, op. 86 (Gloria, Sanctus, Benedictus); aria «Ah, perfido!», op. 65 y… la Fantasía Coral en do menor, op. 80. El concierto se prolongó ¡cuatro horas! (como las óperas de madurez de Wagner), y ¡todas ellas se estrenaban en ese mismo evento!
¿Alguien se puede imaginar el empacho intelectual que podía suponer para oyentes acostumbrados a obras del periodo clásico tener el primer contacto con obras como el Cuarto concierto o la Quinta sinfonía? Si a todo ello unimos el carácter ya cada vez más complicado del autor, sumido en una irremediable y desesperante sordera, el resultado de este concierto tan ¡alucinante! no podía ser otro que el fracaso.
Pero, más allá de lo que pudo suponer ese evento histórico, que podría ser comparable a la inauguración de la Capilla Sixtina o al estreno de La consagración de la primavera de Stravinski, lo significativo para lo que estamos hablando en estas líneas es que se cerró con la composición que el genio se traía entre manos: la Fantasía Coral, op. 80.
Fijaos si estaba entre sus manos que la tinta de la parte final estaba todavía fresca y se dijo de no interpretarla… aunque Beethoven, llevado por el frenesí, lo olvidó y tiró adelante. Fijaos si estaba todavía entre sus manos que el inicio de la fantasía, una gran introducción a cargo del pianista (Beethoven, evidentemente) no estaba escrita. No estaba escrita porque Beethoven era un improvisador nato y se la inventó. La escribió tiempo después porque sus editores se lo rogaron… de hecho hay más de una introducción por ahí, además de la que ha quedado como definitiva.
El caso es que la Fantasía Coral es una obra que nace como de una ensoñación. Nace desde la intimidad del creador, solo, con un piano, divagando, imaginando, sugiriendo, reflexionando, invocando. En una invocación a la que acaba por sumarse una orquesta de cámara. Otros seres humanos. Hermanos que se unen a la ensoñación del compositor.
La orquesta de cámara pronto se convierte en orquesta sinfónica y, cuando todos están reunidos, se escuchan como unas fanfarrias, unas llamadas solemnes a la entrada triunfal del canto de amor, del canto de esperanza, del canto de ese «amor correspondido» (Gegenliebe):
Evidentemente, no estamos hablando de amor físico, de amor por una persona, de amor apasionado, de amor… en definitiva concreto. Estamos hablando del amor por todas y cada una de las cosas que conforman la humanidad. Beethoven se confirma como un autor cuyo mensaje trasciende lo personal, lo inmediato, lo pasajero, Beethoven habla a la eternidad.
Y para ello recurre a la melodía que había escrito para un lied 13 años atrás y que no había publicado. Y de la intimidad de ese lied para voz y piano se pasa a la enunciación del autor (piano), secundado por sus hermanos (orquesta) y finalizado por la completa humanidad (solistas y coro), en un canto triunfal de luz, esperanza y fuerza.
Una melodía auténticamente universal
Quizá ahora tenga sentido que Beethoven en 1824 recurriera por tercera y última vez a esa melodía juvenil para darle música a las palabras de Schiller que apelan a la fraternidad universal, al amor con mayúsculas, al amor correspondido por todos.
La melodía, en esta ocasión, ya no es literal, como lo es en sus dos primeras apariciones, pero como podemos comprobar comparando los ejemplos, está casi calcada. Seguramente Beethoven estaría muy feliz si supiera que los niños de todo el mundo machacan a sus vecinos con sus flautas Hohner porque en el colegio tocan la «Oda a la alegría«, porque seguramente esa era su idea: lograr una melodía fácil, natural, directa, que se grabara a fuego en las mentes de gentes de cualquier lugar del mundo y de cualquier época para que todos ellos se sintieran unidos, unidos en un canto común, una fraternidad universal.
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