El Arpeggione o “Guitarra d’amor”

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Esos locos con sus locos cacharros

Por Fernando Morales

El siglo XIX con su revolución industrial iba a ser el gran generador de nuevos instrumentos, hoy en día completamente integrados en bandas o en orquestas. Pero en el primer cuarto de siglo, cuando por el mundo todavía andaban post-clásicos o prerrománticos -como queráis llamarlos- como Beethoven o Schubert, había luthiers por la Viena de la Restauración como Johann Georg Stauffer que ideaban locos cacharros como el Arpeggione o guitarra d’amor… y ésta es su corta historia:

Cuentan que allá por 1824 Vincenz Schuster se le acercó al bajito, miope y algo gordito compositor Franz Schubert, que gustaba de improvisar en fiestas y de componer a la velocidad del rayo, para sugerirle que compusiera una sonata para presentar un nuevo instrumento diseñado por Stauffer: el Arpeggione.

El Arpeggione según la reconstrucción de Henning Aschauer de 1968

El Arpeggione era ciertamente original: un mestizo de guitarra y violonchelo. Violonchelo porque se trataba de un instrumento de cuerda frotada, de un tamaño similar, y que también se tocaba colocado entre las piernas del instrumentista, y guitarra porque tenía trastes, seis cuerdas afinadas igual que ésta y permitía efectos como el del rasgueado típico del folklore español.

A falta de YouTube, encargar una obra nueva era la mejor manera de promocionar el nuevo instrumento, como ya había hecho unas décadas atrás Wolfgang Mozart animado por su amigo Anton Stadler con el clarinete. Tampoco es que Schubert buceara en un mar de abundancia de encargos, pero compensaba esa carencia de patrocinadores acumulando muchos followers que acudían en buen número a las célebres schubertiadas en las que el propio autor y otros artistas biedermeier se dejaban llevar por extáticas improvisaciones que llevaban al trance a los allí presentes.

Así pues, tal como tenía la agenda, Schubert aceptó. Hizo un hueco entre las partituras que se llevaba entre manos, por ejemplo y ¡nada más y nada menos!, el Cuarteto n.º 14 en re menor “La muerte y la doncella”, y pergeñó música para el Arpeggione.


Cuentan que el manuscrito de la Sonata en la menor para arpeggione y piano muestra una redacción apresurada, y que esto es señal del poco interés que se tomó Schubert en ella. Como buen romántico un encargo es “trabajo”, lo otro es “inspiración”, pero… ¡Schubert era Schubert trabajando o dejándose llevar por las musas! Porque a las musas no las tenía que invocar: vivían junto a él, al igual que pasaba con Mozart.

Franz Schubert

La obra es convencional, cierto. Una sonata en tres movimientos conforme a lo acostumbrado en el momento, en el que el Arpeggione es el protagonista pero en el que el piano no es un mero acompañamiento. Un primer movimiento en el que está casi toda la sustancia dramática de la obra, un segundo movimiento lento en el que el lirismo schubertiano está presente y un tercer movimiento rápido en el que se despliegan las posibilidades técnicas y virtuosísticas del instrumento.

Debilidades tiene muchas, evidentemente no es el Cuarteto n.º 15 o el Winterreise o la Sinfonía Inacabada, pero tiene unos atractivos que la hacen fascinante. En primer lugar, la capacidad narrativa de Schubert está presente desde el mismo inicio de la obra, una convencional exposición a cargo del piano del tema principal, sobre los grados tonales de la menor, a los que responderá seguidamente el Arpeggione. Pero… ¡qué maravilla de melodía! Por eso los genios son genios: porque son capaces de hacer sencillo lo difícil, de que parezca tan natural como respirar escribir partituras magistrales.

El tema principal del primer movimiento es una melodía ensoñadora, un tanto melancólica y anchamente lírica que será pronto completada por un segundo tema más saltarín y colorista. Hasta aquí nada nuevo. Al contrario, es lo corriente y esperable. Pero… Schubert está aquí, disfrutémoslo.

La crítica fácil llega con el segundo movimiento, un breve Adagio al que muchos se han referido como un simple pórtico al Allegro final. Es posible que de no contar con un primer movimiento tan perfecto la obra no hubiera pasado de curiosidad arqueológica, pero el caso es que el nivelazo del primero da valor a los otros dos movimientos, indiscutiblemente de menor interés musical pero que actúan como colofón fantástico para lo que constituye el auténtico corazón de la obra.

Cuentan que podría haberse estrenado la obra en ese mismo año de 1824 con Schuster acompañado al piano por el propio compositor, aunque no se puede corroborar este dato con certeza, y cuentan que lo que sí se sabe es que la obra permaneció inédita -como buena parte del catálogo schubertiano- hasta 1871 en que J. P. Gotthard lo publicó conservando su fascinante nombre pero con arreglos para ser tocado por un violín y, lo que es más natural, por un violonchelo.

Poca ventura parecía aguardar a esta obra, no llamada en apariencia a formar parte del olimpo del acervo musical del género humano, pero…


En 1960, para el Festival de Aldeburgh, el compositor británico Benjamin Britten pensó invitar a dar un concierto a un solista de violonchelo que ya era la musa de Prokófiev o Shostakóvich y que era uno de los instrumentistas del momento, por no decir del siglo: Mstislav Rostropóvich.

Britten y Rostropóvich

Britten, reconocido compositor todoterreno era además un instrumentista sensible, dotado y formado, virtudes con las que era natural que saltara la química en su encuentro con el músico azerbaiyano. Y ciertamente la hubo y de la buena, porque Rostropóvich echó sus redes artísticas y pronto incluiría en su leporelliano catálogo de conquistas a Benjamin Britten.

Britten y Rostropóvich iniciarían una relación artística de la que surgirían maravillosas obras, pero también seguirían colaborando como instrumentistas y por ello grabaron una serie de obras con el azerbaiyano al chelo y el británico al piano entre las que se contaba… la Sonata en la menor para Arpeggione y piano de Schubert.

La afinidad de Britten por la música de Schubert era grande, y su olfato le hizo darse cuenta de la impresión que la obra provocaría en Rostropóvich que no la conocía pero que quedaría prendado de ella. Solamente realizaron una serie de revisiones a la transcripción de la edición para dar con los detalles finales de la interpretación que ¡afortunadamente! quedaría registrada en disco.

De esa memorable grabación, en la que los dos músicos hacen palpitar literalmente cada uno de los compases de la obra, se han escrito multitud de críticas entusiastas, como no podía ser de otra manera, por ejemplo el de la revista Gramophone: “Al escuchar la Sonata Arpeggione mi reacción era la misma que la que sentía tras las interpretaciones de Du Pré y Barenboim. Se trata de una extremadamente maravillosa interpretación tanto del chelista como del pianista, sin una sola nota muerta incluso en el más intrascendente fragmento de figuración. El trabajo del ingeniero de sonido es supremo: el sonido es glorioso y tan verdadero que si cierras los ojos puedes sentir a los músicos en el mismo salón de tu casa”. Acertadísimo comentario.

Lo cierto es que contribuciones como la de Rostropóvich y Britten permitirían que la hasta entonces modesta vida de la obra pasara a un orgulloso primer plano, hasta el punto de que ya es obra referencial en el repertorio de grandes chelistas del momento, como Gautier Capuçon, quien refiere que “puedes sentir la fragilidad de la música, es claramente palpable”, en referencia a las cualidades de la pieza que para muchos comentaristas tendrían que ver con los síntomas evidentes de la enfermedad que acabaría llevando a la tumba al compositor cuatro años más tarde, la sífilis.


Pero, existiendo ejemplares de Arpeggione, ¿por qué conformarse con una viola o un violonchelo? La musicología y la arqueología musical tenían que resucitarlo. Y acabaría sucediendo. Investigadores como Alfred Lessing animaron en los sesenta del pasado siglo a constructores como Henning Aschauer para que reconstruyeran el instrumento, permitiendo que por fin se conociera la sonoridad, las posibilidades del mismo y, sobre todo, que se escuchara lo escrito literalmente por Schubert.

En 1971, el propio Lessing empuñando el arco sobre el Arpeggione y acompañado al piano por Rolf Junghanns interpretó por vez primera la obra con los instrumentos para los que fue escrito, un Arpeggione y un pianoforte. Desde entonces, varios han sido los luthieres que han construido unidades de Arpeggione, de manera que ya no es tan raro poder encontrar grabaciones o vídeos en los que poder conocer la auténtica sonoridad de la obra schubertiana.


3 comentarios

Mar · septiembre 17, 2019 a las 9:56 am

Enriquecedor artículo y un gustazo para mis oidos escuchar las dos versiones de Sonata Arpeggione. Gracias Fernando.

Fernando · septiembre 17, 2019 a las 2:09 pm

Gracias Mar

Xema Z · septiembre 17, 2019 a las 2:18 pm

Una maravilla, en efecto. totalmente de acuerdo Mar.

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